martes, 25 de mayo de 2021

Cuaderno XXXI


 

                            Apuntes sobre el Haiku

  

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Cuando no tengas nada que decir, escribe un haiku. 

 

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¿De qué hablamos entonces? De un principio desplegado y suspendido en sí mismo que se fuga súbito y sin dejar nada más que el fulgor de su iniciación. Por esto es la forma  pura, invicta de la poesía. No puede por ello clasificársele como un género literario dentro de otro. Al no tener final, no al menos lo que entendemos nosotros por tal: ruptura, resolución y cierre; un haiku se reproduce en su fuga, la fuga es su materia vital y por tanto su tiempo estético.  

 

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El haiku es el arte de la imagen más que del sonido, porque la naturaleza se expresa en imágenes. 

 

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No hay otra manera: dedicar años a la lectura y escritura de haikus nos prepara el corazón para recibir el lenguaje de las cosas: el mundo en su transparencia expresiva. Y puede que esos años con sus días y noches (con sus horas), no hayan servido más que para demostrarnos lo lejos que estamos del fulgor.

 

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 Un haiku es un vaciamiento de los sentidos y a la vez un florecimiento sensible del mundo.

 

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Escribir las formas del mundo,  Ser los ojos del ausente. etc.

 

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Si sucede fuera del poeta y puede verse entonces es un haiku.

 

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No contiene el haiku eso que sentimos a partir de un hecho de la natutaleza. En su espacio interior sólo cabe la escena misma conmovida ante un testigo privilegiado. Lo que principia ante ti como acontecimiento llegará a otro como composición. 

 

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En el poema occidental el arte consiste en hacer ver lo imposible El haiku nos exige una hazaña superior: dejar ver lo que es.

 

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Escribir lo que ocurre y no lo que se nos ocurre. De pronto todo merece ser incorporado a la estrofa —todo entra en ella­— menos el poeta.

 

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La palabra poética fluye sin tensión: en un extremo las cosas desplagando sus nombres y en el opuesto el entusiasmo de nadie. Sólo así habrá un lector de haiku: ese espíritu que aguarda al margen de la dialéctica. 

 

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Como poema objetivo el haiku revela por completo un hecho ¿por qué resulta tan esquivo, entonces? El enigma del mundo es su transparencia.

 

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El eco de lo dicho, la imagen ocultándose en tu palabra. 

 

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Insinuar y afirmar. He ahí los únicos verbos que están permitidos al haijín.

 

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El mundo tal como es y se nos presenta constituye un misterio para sus huespedes. Comprendiendo esto, las palabras tendrían otra misión diferente: ser la evidencia y no el velo de lo insondable.

 

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El poeta busca lo extraordinario pues sólo ante lo extraordinario es. El haijín, en cambio, es producto de lo cotidiano y lo sencillo. La diferencia entre ambos es ontológica y no estética como podría pensarse. El primero sólo siente como individuo: su emoción es única e irrepetible incluso en la forma de reproducir sus afectos. El segundo siente como especie: se conmueve exactamente del mismo que lo haría cualquier ser humano. 

 

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El poema es un artificio que afianza el yo, el haiku por naturaleza suscita su total disolvencia. No se trataría de su cancelación, como demanda el Budismo, sino de su incorporación a todo lo que vive y quiere vivir.

 

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 Me decepciona por las noches leer lo recogido durante el día: superado el fulgor de una escena, disuelta la ebriedad contemplativa siento que no he escrito más que estupideces.

 

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La anulación del yo es una tarea radical del Budismo no del haiku a quien, desde Basho, se le subordina a esta filosofía. Muy por el contrario el poema japonés en cuestión es expresión del sintoísmo, religión tradicional de ese pueblo. Entender esto es entender también que en el haiku no hay anulación sino disolvencia: el yo está afuera, es el instante y el lugar afirmándose. 

 

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La brevedad del haiku es realmente discutible. Sucede con la escena y dura lo que dura en configurarse la escena,  pero las palabras que le dan forma son indelebles. 

 

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Los tres versos que confirman la estructura del haiku original remiten a tres tiempos. El primero abre: es el tiempo del asombro. El segundo opera bajo el régimen del aware[1]: es receptividad pura. El tercero produce la acción disruptiva que nos permite ver el conjunto y dilatarnos en un nuevo asombro.

 

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Cuando el haiku dice lo justo en el súbito despliegue de sus palabras es para visibilizar acontecimiento concreto dentro del mundo que es pura imagen. Lo suyo es dar cuenta de eso que inicia siempre. 

 

 

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El haiku es afirmación de la afirmación. Esto es: el escritor sólo nombra lo que canta por sí mismo. La tensión que se experimenta al escribir el tríptico es diferente a la que se produce en el encuentro de alteridades. La palabra nace del choque entre lo que se siente y se puede enunciar. En el haiku no hay tal conflicto puesto que no se trata de decir la verdad sobre algo sino de evocar su apariencia.

 

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No se trata de decir lo justo sino de insinuar las cosas tal como ellas se nos insuan a nosotros. 

 

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Un lector que busca sentido a todo quedará excluido del haiku y relegado junto al autor que pretende darlo. En el haiku como en el amor todo se resumen en una acción: aprender a recibir.

 

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No es exacta la definición según la cual un haiku es el retrato de un hecho. Si convenimos en que todo tiene lenguaje también tendríamos que afirmar que el lenguaje, aun el gráfico, no puede más que representar algo. El haiku insinúa, con la perfección del silencio, lo que se ha resuelto a decir la naturaleza. Tampoco es conveniente asociar al poema japonés con la inmovilidad o “la detención de un instante”, manida frase con la que nos aproximamos a conceptualizarlo. Por excelencia lo suyo es el movimiento aprehensible si nos movemos también.

 

 

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¿El haiku dicta futilidad? ¿Es un mandato suyo ser brevedad y lacónico? Nuestra voluntad de ser profundos, nuestro deseo de eternidad podría adaptarse a rigores similares. Una técnica de la sencillez y una estética de la improvisación ya fue puesta en práctica por el romanticismo ¿Qué es lo que nos exige y nos cuesta tanto darle al esquivo poema japonés? Un corazón sin expectativa. 

 

 

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Oír tu nombre es oír una canción. No es diferente para el árbol, la guacamaya, el ronroneo de la brisa. 

 

 

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Cuando hablamos del instante como rasgo característico del haiku nos referimos al instante en tanto principio de un acto: justo el de la configuración poética. No se trata pues de una cesura temporal que lo determine. La propia experiencia de leer o escribir haikus pareciera estar en un registro de intensidad más que de duración. ¿No es acaso cierto que el inicio de una acción poética concreta pareciera no tener un cierre ni formal ni simbólico?. Admitamos cuando menos que la instantaneidad del haiku, su presente súbito, no pretende aislarse en un  tiempo. 

 

 

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Hay otra manera de definirlo que me parece más próxima a la experiencia real: el haiku es el arte de la iniciación. En un sentido muy pragmático lo suyo es dar cuenta de un comienzo permanente: un insecto que se posa sobre una hoja seca a beber de la inmensidad de una gota que remite a un rocío que ya fue pero que puede verse aún, es suficiente para que principie una narración que a diferencia de otras no precisa desenlace. Esto es así porque la naturaleza no tiene resolución. Nuestra lógica y aún nuestra tradición sentimental acostumbrada a los finales se encuentra desprovista en los dominios del haikú por esta razón. Esperamos un cierre allí donde el poema pide continuar en otro corazón.

 

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 El haiku no tiene fin porque careced de finalidad. Dicho de otro modo queda abolida cualquier teleología de la palabra y de la belleza.

 

 

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La descripción fiel, el esbozo natural son actos de fe: ahí la técnica del haijín revelada. Fe en lo que vemos y no en lo que falsamente se oculta. 

 

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La poesía es el resultado de traducir a una lengua particular palabras de una lengua que nadie habla. En el haiku la aspiración es otra: oír el lenguaje de las cosas. 

 


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Una imagen es una desnudez. Entendido así el haijín no viste con palabras la emoción que produce el cuerpo de las cosas, sus formas develadas. Ver, haber visto refiere a la presencia iluminada de las cosas y no al proceso intelectual de alumbrarlas. 

 

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Cambiar la manera de ver cambia tu palabra.


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Más que la cesura métrica lo que define a un haiku es su estructura: estamos frente a un tríptico. De allí que su despliegue reproduzca siempre el orden de aparición de las cosas dentro de su propio acto que rige la emoción. El orden de las palabras es por tanto el mismo sólo que practicado desde la quietud y no desde la acción. 

 

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Límites: esta es la razón de ser de todo idioma. Ponerle un marco al vasto y silencioso oficio de ver.

 

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¿Entonces es una simple descripción? ¿De eso se trata? El arte descriptivo, tan propio de occidente, supone un conocimiento previo de las cosas incidentales: sólo se puede pormenorizar algo que se domina conceptualmente. Describir es interpretar, esto es hacer encajar un acontecimiento en una serie de especificaciones. Definitivamente el haiku  no es una reseña de algo sino es el algo mismo acaeciendo sobre nuestro asombro. 

 

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No es la brevedad ni la sencillez lo que garantiza el éxito de tu aproximación al haiku. Si bien ambos atributos le son innatos por sí mismos darían apenas composiciones cortas y vulgares tan distantes del haiku como el soneto o la epopeya. Lo que se mide en el haiku es la honestidad, dicho de otro modo la relación acción-conmoción.

 

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¿Cuando se detiene la energía de la razón cuál es la fuerza que nos sostiene? ¿La de los afectos, la de la religiosidad? Por antonimia diremos que la irracionalidad permitiría operar a lo impensable: el sentido de lo que carece de sentido. Vivir de acuerdo a la emoción.

 

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Cuando los poetas echamos en falta lo sagrado, acudimos a la vegetación, a la animalidad, en suma, a todo lo que no ha sido domado, y lo hacemos para renovar la fe. Buscamos palabras. Buscamos silencios. Como si, por necesidad, la ausencia de lenguaje fuese el origen de una y de otra dimensión literaria. ¡Hechos! he allí todo lo que nos provee el mundo. Cosas que suceden y pasan. Una poderosa Fe en los acontecimientos es lo que finalmente demanda el pequeño poema de la realidad.

 

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El haiku se escribe con cierta melancolía que sólo se compensa con la euforia de leer. En él opera la tristeza de las cosas efímeras junto a la conmoción dilatada.

 

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 Leamos algo de El monje Desnudo:

 

Caen las hojas

desde ahora, el agua

se vuelve más sabrosa

                                                                                 

 

¿El secreto de Santôka? Vive como un espejo. Puede ver el mundo en tanto se hace invisible para sí mismo. 

 

 

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Tiene la palabra el inmoral, el inconsciente, el malhablado  mundo.  

 

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La poesía paisajista está en las antípodas del haiku. Esa manía de hacer encajar todo a los previos de una idea o bien de impregnar el mundo de sentimentalismo, matizándolo, humanizándolo, silenciándolo con el sentido. Esa intuición poética es el retrato de un deseo, nunca no de las cosas. Es clara la diferencia entre un paisaje poetizado y un poema hecho de hechos.

 

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Ocurre y ocurre porque estás presente. ¿Algo más? Ese estar presente hace parte de lo acaecido, con lo cual el ser que mira y ser mirado constituyen el suceso. No hay separación que valga: el haiku no es un soliloquio.

 

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Si confiáramos en lo que pasa y aceptásemos la forma en que eso sucede ¡qué fácil sería leer  escribir haikus!

 

 

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Un haiku se escribe y se corrige en la percepción. En otras palabras creación y enmienda se dan en el orden del sujeto y no del objeto (poema) ni del mundo que lo dicta.

 

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El haiku, como el fracaso mismo, es una transformación personal. Lo que falla en él como poema falla en nosotros. Lo ilegible, lo impostado que resulte el texto son opacidades del alma.

 

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Uno se incorpora en una tradición para hacerla suya, no para interrumpirla. Y este ha de ser el caso de todo haijín occidental. El peso milenario del haiku nos conduce lejos de nuestro forma de habitar el mundo a la vez que nos acerca a nuestro lugar dentro de él. 

 

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Apartar los ojos de las opacidades del espíritu, sustraerse a la teoría y dejarse persuadir por la trivialidad de ver. ¿No es lo universal del poema afirmación y delito?

 

 

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Todo lo que existe es profundo. Sino fuese así no lo veríamos pues carecería de fuerza para hacerse presente e impactar hondamente al otro. Lo que vemos llegó a ser 

y es suficiente para que celebremos su aparición: un triunfo que ni la muerte podría opacar. 

 

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La fortuna de coincidir con el momento y el lugar en que el mundo compone el todo de su mundo.

 

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Probablemente somos más injustos que inexactos al atribuirle a los hechos la carga poética en sí misma.  Sin el gesto de captarlos, sin la transparencia del nosotros, no habría marco, no habría escena, no habría Haiku. Transcurriría la poética del mundo sin el orden ni la generosidad del testimonio.

 

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La inmediatez del haiku es pura fidelidad con la vida. La vida es una acción que queda  abre y deja abierto todo. No se vive después la vida es el momento de vivir.

 

 

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Ibas a escribir lo que te sucedió, su relación con lo que pudo sucederte y lo que en verdad deseas que pase y entonces el mundo te asalta y hace trizas tu historia, interrumpe la experiencia acumulada que te había sostenido hasta hoy y el mismo deseo de escribir se borra dejando en blanco también tu identidad. De golpe estás afuera: en la plaza un perro detiene su marcha frente a ti. Te mira. Sigue de largo.

 

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Todo los que damos por excluido de un haiku verdadero y correcto ha sucedido en su interior sin que esto signifique el decreto de su imposibilidad. En la antología más selecta donde sobresale un Basho, un Issa, Ryoka, aparece el Yo, incluso el nombre de un haijín. Y así una pincelada de retórica, una tesitura voluntaria, una belleza artificial, un excedente en la métrica, incluso, una declaración intelectual. Y allí está el haiku: cimero e invicto ante las desviaciones de sus más comprobados acólitos. Porque al final, para hacerse un haiku, antes hubo una batalla donde se impone la fuerza poética del mundo sobre la entelequia del poeta.

 

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No vas por la vida enumerando cosas, describiendo algo, sin ser también aprehendido, inventariado, caracterizado por las cosas. Cuando el haiku funciona es porque la atmósfera de una acción ha sido captada.

 

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Finalmente la escena que se nos presenta en un haiku está asistida por un silencio que antecede y sigue a la acción, como un marco que concentra la pintura y evita su desvanecimiento. Hay una acción suspendida. Y ese silencio que decimos permite oír lo esencial de las cosas. El haijín participa de la escena de una manera definitiva:  finalmente es quien decide dónde fija su atención. Lo demás lo revela el hecho mismo en el espectáculo de la apariencia. 

 

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El mundo no es sólo lo que acontece. Asumir la responsabilidad por todo aquello que no fue es también parte de su naturaleza. He allí la singularidad trágica de la vida: su triunfo es su herida. Precisamente el valor radica en que aquello que logra ser se hace acompañar de sus posibles irrealizados. Y ese misterio se aclara en el haiku, se convierte en haiku. De manera que la inexistencia es una topología de lo que se nombra, de lo que acaece en la escena y trasciende con ella.

 

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Sea o no obligatoria la cesura métrica no sólo viene a cumplir una función rítmica , vemos que en ella se juega la disposición de los objetos poéticos y esto sin duda tiene un efecto determinante en el contenido del haiku. En lo particular recomiendo ponerla en práctica no en procura de un minimalismo forzado sino por una cuestión de fidelidad: la tensión podría 

variar si en lugar de 5/7/5 se hiciese en clave 7/5/5 o en 5/5/7, etc.

 

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Lo que se atestigua poéticamente en el mundo ha de desplegarse en su espacio fijo: el mundo mismo. Sólo apartando la vista del mundo interpretado, para decirlo con Rilke, esta actividad es realizable. 

 

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Hechos, actos, palabras: ¡nacimientos absolutos!

 

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Reitero­ — y lo hago para mí mismo— en el haiku no se trata de ordenar el mundo en versos ni enumerarlo con palabras. Nos convoca un trabajo diferente que no obstante está gravado por estas dos prácticas y es en esencia esto: que el escritor se incorpore al orden repentino que llamamos escena cuya composición está gravada por el desorden del mundo. Una escena es el silenciamiento de otra. En el haiku hay pues palabras y silencios. 

 

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Amar lo que florece es amar lo que se pudre. En ningún caso melancolía. 


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La fe bajo la expresión poética no se presenta como un opuesto de la razón sino como un plus de la razón misma.

 

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La imaginación, tal como la concebimos en la actualidad, opera y nos exige operar fuera del mundo como si la imagen y la esencia misma pudieran separarse entre realidad e irrealidad. Útil para casi todos los regímenes poéticos esa imaginación representa para el haijín el mayor de los obstáculos: le impide gozar la imagen y le sustrae de su reproducción gozosa. Imaginar en el haiku es comulgar con lo que se ve. 

 

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 "Hechos, hechos" "esto, aquello" ¿Hablamos de una ciencia? Nada más antitético al haiku que la anotación racional y aún el asombro científico. Hablamos de un sentimiento capaz de ver en los hechos la belleza que solemos buscar en el artificio y que solemos dar por ausente. 

 

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La no-supremacía del yo y no su aniquilamiento es lo que se pide dentro del haiku. No distinguir esto es muestra de que el sujeto existe como un poder y no como una potencia.

 

 

 

¿Cuando escribimos un haikú estamos viviendo eterno algo instantáneo? No se hace un haiku para recordar un hecho, se hace para que el acontecimiento que nos ha conmovido llegue a otro como lo que es: un acto digno de amor. Vuelto a su realidad innominada las acciones pertenecen a una realidad sin bordes, es decir a un instante sin medida.

 

 


 

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Así como la poesía no se sirve de un lenguaje previo sino que ella misma es un leguaje, la naturaleza compone sus expresiones sin previos ni herramientas ajenas a su propio movimiento. El mundo es altamente poético. Toda las lenguas orientales están gravadas por el temperamento del paisaje y su poesía es, hasta cierto punto, imitación de la técnica de la naturaleza.  Otro poco podemos decir de las culturas originarias de América: el idioma de la comunidad es metáfora directa. Imagen de la imagen, sonido extraído del mundo. Ver y oír el mundo y hacerse imagen y eco de su fuerza espiritual es el trabajo de las palabras. 

De allí una poesía que no habla sobre pájaros sino que escribe con ellos, los hace llegar a nosotros, pone en nuestros oídos la tesitura de su voz.

 

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Entrar en el idioma es lo que define nuestra vida. En él están nuestros primeros bordes y en él nos  prestamos a la desmesura del silencio o de la literatura. Nuestro carácter, nuestra tesitura espiritual está marcada por la gramática de la ciudad: la manera en la que entramos y residimos en él. Salir del idioma es lo que busca el poeta. La naturaleza, ese lugar perdido, también está construida como un lenguaje,  ¿No es acaso cierto?: que todos queremos ser un extranjero y hablar dialectos imposibles. Salir del  poema entrar a la poesía. 

 

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El mundo cambia a cada instante pero deja huellas en las almas que somete a su constante desorden.

 

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El haijín existe porque no hay realidad que se agote en sí misma. No hay actos que sólo sean actos, porque la naturaleza no tiene naturaleza y a veces ese vacío la convierte en una extraña para ella misma.

 

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Decir no es dar sentido, decir es llenarse de palabras.

 

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Mis anotaciones parecen ocurrencias de otro por quien siento un profundo desinterés. ¡Me estoy convirtiendo en un haijín! 

 

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El no-ser... ¡esa luna que refirma nuestro nombre!

 

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En mi entrenamiento hacia el haiku repaso la trilogía del poeta chino Qui-Deng: 

 

 

                            Ver la montaña

                            No ver la montaña

                           Volver a ver la montaña

 

El pestañeo al que parece referirse, supone un radical  cambio de nuestro lugar en el mundo. El verbo es ver pero ¿desde dónde? ¿a quién? ¿para qué? Las cosas por muy contingentes y accidentadas que se nos ofrezcan llegan al corazón humano mediadas por el lenguaje. De manera que su forma exterior ha sido tallada antes por un nombre: lo que está en frente, situado en los predios del otro, es nuestra creación. Vemos sin ver. Cuando cerramos los ojos, la breve oscuridad borra dentro de nosotros toda referencia conceptual, disuelve las formas que revisten a la imagen  conservando el vínculo sordo e invisible. Una segunda mirada sólo es posible cambiando de ojos. De eso se trata: una montaña debe sernos tan extraña como extraños nos somos a nosotros mismos.  Ver de nuevo: sustraído a toda tematización, ir y venir de una presencia a la otra, eso es todo. La comunión es un retorno, un volver continuo. 

 

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La poesía te deja insatisfecho: pasas de un manuscrito a otro con más ínfulas. El haiku te lesiona para siempre, te despoja de proyectos.

 

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El haiku es la poesía de la abundancia. Cuando se escriben más de tres líneas se pone de manifiesto una carencia irresoluble, una insaciable necesidad de decir. 

 

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Rilke, mi cristiano ideal, fue un poeta que deambuló por los lugares del budismo y del islam, el resultado de su experiencia espiritual y reflexiva me ayudan y me exigen, me empujan y me detienen, en esta exploración al Haiku. Transcribo de su Elegía a Duino (IX):

 

"Tal vez estemos aquí para decir: casa, puente, fuente, puerta, cántaro, árbol frutal, ventana; o también columna, torre... Sí pare decir todo aquello que las cosas mismas nunca prensarían que son en su intimidad"


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Las nubes son animales de tierra.


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De un haiku bien hecho sólo puede resultar un encuentro difícilmente capturable en palabras. Si en ellas hay rastro de un saludo: ¡enhorabuena!


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El haiku canta la naturaleza. Conque también canta del hombre y de la mujer quienes, visto al menos desde la cultura japonesa, hacemos parte de ella.



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Suspendí los paseos al laguito por temor a condicionarlos. Salgo ahora de otro modo: desde la lectura. Llevo días leyendo a Buson y semanas pensando en este haiku:


              Pisé el peine

              de mi difunta mujer

              Escalofrío


Yosa Buson ( Osaka. 1716-1783), el máximo exponente del haiku pareciera romper la regla suprema: el poeta no puede ser el objeto del poema. Sólo leyéndolo muchas veces, tantas como requiera vaciarlo de temas y prejuicios,  puede entenderse la autenticidad incuestionable de este haiku. Al hollar el objeto del amor desaparecido, también el amante desaparece. El protagonista de este haiku no es Buson, tampoco su experiencia subjetiva, sino el escalofrío de la muerte que precede la escena accidental (pisa el objeto sin voluntad ni consciencia) y la continúa dejando por fuera todo rastro del yo: al constatar el vacío también se vacía el tacto. La difunta domina poéticamente la escena y suscita pues el hecho. Este haiku tiene un kigo otoñal: la visita del difunto. En la tradición budista  entre el 13 y 15 de agosto se celebra la fiesta del Bon, tiempo en el cual regresan las almas a la tierra para ofrecer regalos.

 

 

 

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El haiku no guarda relación con la escritura automática cuyo estímulo proviene de adentro. Se parece en todo al entusiasmo infantil de descubrir de modo singular lo que para todos es evidente.  


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                                                         El diario de Bashô 

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Bashõ en su diario Oku no hosomichi (traducido por Paz como Sendas de Oku ) anota lo siguiente "poéticamente habita el hombre". Se trata de la afirmación de un espíritu doblemente vagamundo: en efecto el diario es una obra de viaje hacia el norte del país y otro por donde camina el alma.  Oku es un toponímico que traduce hondura, fondo. Por lo tanto ese habitar ha de entenderse como un movimiento que, a lo sumo, nos permite estar andando: como la brisa, tan presente en su poesía. Habitar poéticamente es no habitar en ninguna parte, ser un viajero que va de paso por el mundo, como las nubes que deambulan por la tierra, sin aposento. Höderlin, el poeta alemán, repetirá la frase dos siglos más tarde. 


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Ciento cincuenta haiku conforman los cuadernos de viaje, por lo general antecedidos de comentarios donde el propio autor nos da un contexto. Se alterna la creación poética de la anécdota de un modo tan orgánico que resulta imposible separarlos. Se dice que Basho era un poeta obsesionado por el estilo y esta manía le obligaba a depurar, a embellecer, a corregir, sus sentimientos frente a lo vivido. El mismo diario le habría costado cuatro años de reelaboraciones constantes. 




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 La naturaleza aniquila al yo y la misma naturaleza lo hace florecer. El poeta muere y nace en cada haiku.


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El haiku no es Zen. La relación libre que los fusiona se explica porque la mayoría de los exponentes que alcanzaron renombre  en oriente y occidente, eran monjes.  Aún más, Bashõ, el más famoso haijin del mundo, hace del poema una confluencia de poesía y filosofía al punto de convertirlo en una suerte de estética del zen. Así es, el referente del haiku resulta lejano a su origen sencillo y mundano, y esto ha facilitado la comprensión del lector y del crítico literario convencional que busca desesperadamente clasificarlo todo. Pero no es a las licencias renovadoras de un maestro y excelso poeta que toda una tradición milenaria haya dejado de ser local para elevarse, aun cuando sea por un malentendido, al rango de poesía universal. A comienzos del siglo XX  la llegada de las antologías de haiku a Francia, Inglaterra, España, México —que impactaron a la literatura europea y americana en el sentido de su reinvención— estuvieron precedidas y tutoriadas por las obras del maestro Daisetsu Teitaro Suzuki quien en su libro El zen y la cultura japonesa impondrá esta identidad al haiku. Conque ese halo de profundidad, esa pretenciosa espiritualidad que se le atribuye erróneamente al poema japonés —aún hoy se lo clasifica dentro del subgénero de la propia “poesía mística”— tiene su origen en esta interpretación reduccionista. Hemos dicho que, ciertamente, muchos haijin fueron a su vez monjes pero basta leerlos para entender que es el Zen quien entra a la poema y no al revés. No hay satori en el haiku sólo aware, afirmamos con Vicente Haya. Esto es: no es la iluminación trascendental sino la emoción por lo cotidiano de este mundo lo que cuenta el haiku. Quien quiera una enseñanza filosófica ha de buscarla en un koan en el interior de un templo silenciado. El haiku no obstante es una experiencia espiritual del afuera y su vocación celebrativa eleva a cualquier alma dispuesta a sentir. Como poema tradicional del japón el haiku sólo puede tener un pariente sagrado autenticamente japonés: el sintoísmo que es una religión panteísta.

 

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De esa inagotable cotidianidad hecha de acontecimientos irrepetibles y por eso maravillosos.  De todo lo que germina y muere bajo el menosprecio de nuestra lengua instrumental y nuestra existencia insensible, se ocupa el haiku.

 

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Encontrar belleza en lo pedestre no es vulgarizar la belleza ni sacralizar lo vulgar. Es poner las cosas en su natural experiencia. La vida es un panteón de de futilidades. 


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Las ideas se conciben, no se ven. Esto es platonismo puro y nos sirve para entender que el haiku es el arte de ver. El ojo no es el sol. 


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No escribo nada, leo las formas del mundo. Esta podría ser la fórmula.

 


[1] Voz japonesa que traduce, según Motoori  Norinaga “el lamento de las cosas”. Citado por Vicente Haya en “Aware: iniciación al haiku japonés. “

 

 

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